Por Gabriel Villalba – Abogado y analista político
La política no sólo se ejerce en el terreno de las leyes, los programas de gobierno o las elecciones periódicas; también habita en el imaginario colectivo, ese espacio donde se condensan símbolos, mitos y narrativas que otorgan sentido y legitimidad al poder. Sin embargo, el desfase entre este imaginario y la realidad social ha alcanzado hoy un punto crítico.
Desde el punto de vista de la comunicación política, la Constitución Política del Estado de 2009 no fue solamente un producto normativo del neo constitucionalismo latinoamericano; sino que fue concebida como un pacto simbólico que aspiraba a fundar un Estado Plurinacional, multicultural y descolonizado, totalmente diferente, incluso antagónico al Estado Republicano transversalizado por ciertas lógicas racistas, clasistas, discriminatorias y excluyentes. En el plano del imaginario, esta transformación prometía un nuevo contrato social en el que la diversidad cultural y la justicia social serían la base de la representatividad. Pero, a más de una década, el problema no radica únicamente en la distancia entre el texto constitucional y la práctica política que en los hechos ha destruido las pocas instituciones que se han tratado de consolidad con el Estado Plurinacional. El imaginario de un nuevo Estado ha sido vaciado de contenido y capturado por ciertas élites tradicionales que reproducen sus viejas lógicas bajo discursos y símbolos nuevos.
El poder político boliviano, personificado por todos los candidatos que pugnan por la silla presidencial en las elecciones generales del 17 de agosto, han tratado de hacer un uso estratégico del capital simbólico de las wiphalas en los actos oficiales, discursos de “defensa de la democracia” o del “proceso de cambio”, invocaciones a la “voluntad del pueblo” o a “salvar Bolivia”. Pero detrás de estas representaciones se oculta un hecho incómodo: la representatividad política es cada vez más ficticia. Las candidaturas, los pactos y las decisiones ya no emergen de la base social real, sino de arreglos de cúpulas y cálculos de marketing electoral.
En esta dinámica, el imaginario político se ha convertido en un recurso de manipulación más que en un reflejo de la conciencia colectiva. El problema es doble: por un lado, la ciudadanía sigue aferrada a símbolos que alguna vez significaron transformación; por otro, estos símbolos han sido vaciados de su potencia transformadora y convertidos en escenografía para legitimar proyectos de poder. En este sentido la relevancia social de la política, entendida como capacidad de responder a las demandas y necesidades reales, se diluye frente a un espectáculo de gestos y palabras. Así, la representatividad deja de ser un puente entre gobernantes y gobernados para convertirse en un teatro donde los actores repiten guiones predecibles mientras la platea, el pueblo, observa, cada vez con más apatía o con rabia contenida un sistema “democrático” decadente
La crisis boliviana actual no es únicamente institucional o económica; es, sobre todo, una crisis de sentido. El imaginario político ya no articula consensos, sino que opera como campo de disputa simbólica vacía. Recuperar su potencia emancipadora exige desmontar el fetichismo de los símbolos, cuestionar la falsa representatividad y reconstruir un horizonte común desde la experiencia real de los diferentes sectores sociales urbanos y rurales. Mientras eso no ocurra, la política seguirá siendo un espejo roto: reflejará fragmentos de lo que fuimos, pero no mostrará el país que podríamos ser.