La política boliviana es testigo de un hecho insólito: el MAS-IPSP, que alguna vez fue el partido más grande de la historia democrática, hoy camina hacia su propia proscripción no por obra de la oposición, sino por la guerra sucia y los intereses personales de sus líderes.
Luis Arce, en su momento, confesó que rompió con Evo Morales porque no estaba dispuesto a ser un “títere”. Esa decisión, que parecía un gesto de autonomía, terminó siendo el inicio del quiebre de la organización política que durante más de 14 años gobernó con mayorías absolutas. El MAS dejó de ser el “partido del pueblo” para convertirse en un campo de batalla interna donde la lealtad fue sustituida por la ambición.
En 2019, el MAS tenía un respaldo de más del 51%. Un año después, Arce llegó a la presidencia con el 55%, no por ser un líder cercano a la gente, sino porque existía la convicción de que con el MAS se garantizaba estabilidad en medio de la crisis. Era una consigna de salvación. Sin embargo, hoy ese mismo partido apenas roza un 3% en estas elecciones. El derrumbe es evidente y brutal.
¿Qué ocurrió en el camino? ¿El poder mareó a Luis Arce o fue su entorno el que le susurró que ya nadie debía mandarlo? Lo cierto es que el quiebre del MAS demuestra una verdad dura: los partidos de izquierda en América Latina mueren cuando se dividen. Y aquí, la división no solo debilitó al movimiento, lo llevó a su casi desaparición.
Bolivia enfrenta otra vez un futuro incierto. La economía, que alguna vez fue el escudo de legitimidad del MAS, hoy está golpeada. La unidad, que fue la fortaleza del proceso de cambio, se perdió entre traiciones y cálculos personales. Y la gran pregunta es: ¿podrá el país recuperar estabilidad con una izquierda rota y un partido del pueblo reducido a una sigla proscrita?
La historia es clara: la unión hace la fuerza. La división, en cambio, arrastra incluso a los gigantes.
Luis Arce dijo que no sería “títere” de Evo, pero esa decisión quebró al partido del pueblo.