Por Alfonso Ossandón Antiquera
Las elecciones en Bolivia no solo significan el desgaste definitivo del MAS en manos de Luis Arce. Tampoco son únicamente la oportunidad para que una derecha renovada, joven y menos cavernaria emerja. La verdadera clave está en otra parte: en si el nuevo presidente decide restaurar relaciones diplomáticas con Estados Unidos e Israel. Ese solo movimiento puede redefinir no solo la política interna, sino también la inserción del país en el tablero regional.
Porque el regreso de Washington y Tel Aviv no sería un simple protocolo de embajadas. Lo que viene detrás es un ejército de ONG, programas de asistencia “humanitaria” y proyectos de “modernización institucional” que, bajo retórica progresista, instalan dispositivos de control político y social de alta precisión. Esta vez no se trata del viejo intervencionismo frontal, sino de una cirugía fina operada con inteligencia artificial, con algoritmos diseñados para mapear disidencias, monitorear comunidades y administrar la opinión pública en tiempo real.
La pregunta es si Bolivia, que alguna vez fue símbolo de soberanía popular, plurinacionalidad y control de los recursos estratégicos, está dispuesta a abrir la puerta a esa nueva forma de tutelaje. Porque ya no hablamos del neoliberalismo clásico, que imponía recetas del FMI, sino de un techno-feudalismo global que se sostiene en plataformas digitales, concentración financiera y dependencia tecnológica.
Lo que ocurre en Bolivia debe ser leído en clave latinoamericana. Argentina se desliza por la vía incendiaria de Milei, un Nerón que hace de la demolición del Estado un espectáculo útil a las corporaciones. Chile quedó atrapado entre la fatiga de las élites y la incapacidad de materializar el estallido social en un nuevo pacto constitucional. Venezuela y Nicaragua enfrentan el riesgo de que nuevas derechas, más racionales y con discurso anticorrupción, ocupen el lugar que dejaron vacante las izquierdas oficiales al aferrarse al relato épico, al cual Washington y la Unión Europea los han conminado al poner a sus jóvenes listos para la batalla, con rumba, ron y algo más.
En Bolivia, la novedad es que la oposición que emerge no reivindica el racismo ni el golpismo de 2019. Rodrigo Paz representa a una generación que aparentemente aprendió la lección y que puede seducir a jóvenes que ya no creen en relatos épicos ni en viejas élites. Si llega a gobernar, el desenlace dependerá de una decisión concreta: abrir o no abrir la puerta a Estados Unidos e Israel. Porque detrás de esa puerta no habrá un simple socio, habrá una maquinaria sofisticada de control social, esta vez con rostro amable y lenguaje de derechos, pero con bisturí digital.
En este tablero aparece la figura de Evo Morales, excluido por un sistema electoral que jugó en términos burocráticos a favor de la derecha. Paradójicamente, su exclusión le otorga un lugar distinto: ya no como jefe de gobierno, sino como garante histórico de los logros del verdadero proceso de cambio. Evo se convierte en memoria viva de la Bolivia que se atrevió a nacionalizar recursos, a darle voz al indio, a fundar un Estado plurinacional. Desde ese lugar, fuera de la disputa burocrática y del desgaste del MAS oficial, puede reposicionarse como referencia moral y política, capaz de custodiar los avances que el pueblo no está dispuesto a perder.
El proceso boliviano nos recuerda que la política ya no se juega solo en las urnas. Se juega en los algoritmos, en las narrativas globales y en la capacidad de los pueblos de resistir el avance de un modelo que no solo explota, sino que vigila, clasifica y administra. La próxima partida de ajedrez en América Latina puede definirse en La Paz, y el primer movimiento será si el nuevo presidente decide izar las banderas de Washington y Tel Aviv en su palacio. En paralelo, Evo Morales, desde fuera de las estructuras oficiales es multipolaridad soberanistas en el presente, podría terminar siendo la pieza que garantice que el ajedrez no se convierta en simple espectáculo de algoritmos, sino en una disputa real por el futuro del continente.